domingo, 3 de octubre de 2010

Persecución de la hormiga negra



A mí me gusta poner a Chopin a ratos, dejarlo mientras duermo, le dije. Cerebro sostiene retazos de aquella noche. Cerebro es maravilloso, busco a la hormiga negra con el dedo anular de mi mano derecha, y recuerdo la conversación precopular; una noche particular de copas de vino desconocido en un parque. Era noche, tan noche que entonces no supe definir horas. X me leyó el tiempo de su oráculo antes de besarnos sobre el puente de mentiras. X sabía bien. Vamos, hay dos modos de entenderlo.

Dos modos en que busco a la hormiga negra. Momento binario específico. La hormiga negra presente y el beso en el puente.

Cuando pase la patrulla no voltees, repitió X. Era preciso para él, aunque falso. Nadie nos podría ver fuera del parque. Hectáreas verdioscuras serán nuestras. Brindamos en nuestro reino. Nos inventamos el encuentro, en realidad yo dormía. Luego, realidad porque es lo que creyeron los demás. Tú sabes, los demás, los que no eramos X y yo. X y yo. X y Y.

Intersección a 300 pasos del puente. X le dice a Y que su casa es un tanto kitsch. Y -o yo- pensamos que la casa es un tanto como kitsch. Que mi casa es algo como naive, algún día le habría dicho. No podrá ser así, no importa.

La maté, o no sé. Y fornicó con X en la sinrazón de la realidad secreta que de nuevo, invento. Homenaje al amante de ahorcar un poco a X mientras intenta amar a Y. No es suficiente.

Hormiga negra, ¿yo te maté? Inspecciono mis dedos para encontrar tu cabeza, quizá tu vientre desparramado en mis yemas. Nada. La muerte es nada. Una noche así, nada.