sábado, 21 de febrero de 2009

Ayer fuí a una casa punzante de tanto house noventero/dosmilero y de otros hits insoslayables -no tanto por su mérito musical si no por su constante aparición en telehit, en mi caso-. Yo en ese entonces me iba a comer un taquito o una rebanada de pizza en el ahora casi extinto Vh, si a caso hacía algo.

Las mujeres, ayer, bailaban endiosadas en música de todos los idiomas. Los hombres eran pocos, el anfitrión tenía su voz transportandose por el micrófono en una nasalidad estentórea que no era perceptible sin el micrófono. ¡Los hombres! no recuerdo cómo bailaban, sólo al anfitrión que buscaba en mí una sensualidad ya cebada; levantó mis manos y movió su cuerpo como el mismo hit que se escuchaba: sucio, pesado y pretendiendo una seriedad que no creí en toda la noche.

La razón por la que estaba en la casa punzante era Keila, una pequeña damita que conocí ya hace casi dos años, en la universidad. Hablar de su fragilidad, sus rabietas o sus depresiones subyacentes me provocan cuidar un poco de ella, digo un poco porque nunca he sido tan maternal como en estos últimos tiempos.

Momentos más incómodos sucedían en otra parte de la ciudad ligada a mí, pero no eran como en la casa, que me hacían reír y le daban un giro a mis agradables noches convencionales. En otro lado, un hombre hablando por celular desde su cama; vulnerable, colérico, obsesionado: lo sentí como un gran animal amainado.

Un hombre con preocupaciones como etiquetas adheridas renuentemente dentro de sí. No una, ni dos, ni tres veces; un ciclo bioquímico zarandeando su mente, agotando su cuerpo. Y yo, en un pasillo impotente, impotente.

Más música europea decadente.

Sucede que cuando me pongo nerviosa alento los procesos dialécticos, y como aquel caballero, etiqueto renuentemente los enunciados; me quedo sin conceptos y reciclo la idea, como en la política. Zarandeo la burbuja verbal que sale de mí -como si fueramos cartones- y el hombre al teléfono, cansado ya de un ritmo de lavadora de ropa donde hay una carga extra de estímulos que dan vueltas (es decir, sus pensamientos necios e incallables versus mis enunciados necios e incallables). El hombre implota.

Adentro, es curioso como la carne toma formas simples o barrocas al bailar. Recordé una gran habitación en el museo del papalote, donde un grupo de personas entra y con un proceso fotomágico luminoso, se plasman las sombras en una blanca pared panorámica, un pizarrón de sombras. Eso debió haber sido importante para mí, de niña. Y bueno, digamos que si el cuarto punzante hubiera tenído esa fotomagia, habría sido interesante guardar los cuerpos en la pared. Un cuerpo, en una inflexión hacia atrás, con los cabellos sueltos que hacen de sí mismo una "r"; por allá, un ente fumando en la esquina de un gran rectángulo que sucede ser una cama. Un corazón hecho de dos cuerpos, bueno, más bien una "Y". Otro cuerpo más, simple y vertical, et al.

Una foto del hombre con los ojos cerrados en su cama con los brazos muy quietos y un teléfono en el brazo derecho, alzándolo hacia la oreja del hombre; arruinando toda la composición.

El diálogo es ininteligible.

Me reincorporo a la cama donde estaba sentada, paralela a la cama del cuerpo fumando. Hay
menos carne frente a mí. No hay electrohouse, trance, psycho, reggaeton; hay Plastilina Mosh.

Soy la luz de este momento, no respiro soy de

fierro, no me busques yo te encuentro, no me
toques o te quemo, ya no quiero ser asi, yo quiero
estar junto a ti pero asi es mi destino soy el
rey de este camino, solo véanme pasar. No me
inviten a exportar; no me busquen o si no su
calavera va a llegar...

Lo queremos conocer, es mi amor, es mi querer.
Cada que vamos a fiestas de lejos se puede ver;
es Mr. P-M-O-S-H/Mr. P-M-O-S-H.



Ocupo el espacio de una pequeña jauría que va hacia el aguaje para segregarme dentro de poco e irme a casa. Tuve que dar algunos pesos para las cahuamas. El hombre debe estar soñando algo espeso y negro. Eu cansei.

No hay comentarios: