Lo único que de verdad me aterra son las cucarachas.
Como en mi cabeza, metiendo sus patitas tiesas en mi cerebro. Bebiendo de mi líquido, o procreándose tras el librero. las cerdas.
Allá va el terrible vaivén de las antenas.
Exterminarlas es incluso un acto repugnante que no me deja plena. No es el olor del insecticida, si no sus fétidas entrañas y las cáscaras brillantes que crujen en mi espalda.
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